martes, 22 de octubre de 2013

¡No nos callarán!



¡No nos callarán!

Sofía Argüello Pazmiño

Viví en México cinco años. Un país que tiene dentro varios Méxicos. Viví en el Distrito Federal, un México “particular” en relación a otros Estados del país (que dicho sea de paso tiene también múltiples DFs dentro). Llegué en 2008. A las pocas semanas de haber llegado me puse a seguir la pista sobre el aborto legal en la ciudad ¿Por qué? Susana Rance, una profesora que ha trabajado la temática desde hace muchos años me invitó, semanas antes en Quito, a participar en la presentación de una ponencia en un Congreso que Population Council estaba preparando en la Ciudad de México referente al aborto. El estudio comparativo de Susana incluyó la presentación de la campaña “aborto seguro” que un grupo de jóvenes venía emprendiendo en Ecuador, un país donde hasta entonces, como hasta ahora, el aborto era penado.
Habiendo llegado apenas de Quito al DF,  y con el gusanito de entender qué sucedía con las prácticas del aborto de las mujeres y de la inclusión de políticas de Estado sobre el tema, decidí recorrer algunos hospitales públicos para ver qué sucedía. El método de bola de nieve me llevó al hospital público donde más abortos se practicaba: el Centro de Salud Beatriz Velasco de Alemán en la Delegación Venustiano Carranza. Recoger esa pista no fue tarea difícil. Me bastó con conversar con alguna gente, revisar información en internet y llamar al 56581111, número del Instituto de Acceso a la Información Pública del Distrito Federal.
 
Cuando llegué al hospital de la Venustiano Carranza, y mientras entraba al Centro de Salud, una mujer me detuvo y me preguntó si iba a abortar. La quedé mirando con cara de sorpresa (¡porque me tomó por sorpresa!), me detuve un instante y me dio un papel mientras me decía que “dios no quería eso para mí”, que “no entré” y me abrazaba. Me solté molesta y sin muchas expectativas de que dentro del centro de salud encuentre algo que valga la pena. Pero me equivoqué.  El área de “interrupción legal del embarazo” estaba llena de mujeres, hombres y algunos niños. Era una construcción mediana en medio de un gran patio. Las mujeres hacían fila en la puerta de ingreso mientras esperaban entrar de 3 en 3. Yo hice la fila fuera ya que dentro los procedimientos incluían determinar si efectivamente las mujeres estaban embarazadas y cuántas eran las semanas de gestación. Para entonces yo no estaba embarazada y no tenía planes de abortar. Pero mientras estuve fuera pude escuchar sus historias: me topé con una indígena de Chipas que migró para hacerse un aborto (antes tuvo que quedarse a vivir en el DF donde una pariente), me topé con una mujer que decía tener 3 hijos y que no quería tener más. Al final del día la vi salir llorando porque su embarazo estaba muy avanzado (14 semanas) y no era candidata para realizarse el aborto. También me encontré con una universitaria que vivía con su novio en “La Condesa” (colonia pudiente del DF) y vi a una muchacha de 15 años que llegó acompañada de su madre. 

Cuando estuve fuera viendo entrar y salir mujeres (cada día se podía atender solamente a 40 personas por temas logísticos), y mientras conversaba con ellas, también tuve la oportunidad de observar a los al menos 30 hombres y 10 mujeres más que se quedaban en el patio en espera de sus esposas, hijas, hermanas o amigas. La mayoría de los hombres -que eran muchos-  esperaban a sus novias o esposas, siempre atentos de sus celulares por si acaso las mujeres necesitasen de algo. La mayoría de ellas les pedían agua o comida y por supuesto mucho “apoyo moral”.

Al momento en que las mujeres salían de las salas internas de la unidad de “Interrupción Legal del Embarazo” las otras que estaban fuera les preguntaban qué les hacían dentro. Básicamente se trataba de exámenes de sangre y orina, una ecosonografía y al final les decían el método a utilizar para la interrupción del embarazo. Casi todas las mujeres salían con una dosis de misoprostol (pastillas). A los únicos casos que no les dieron las pastillas fueron a dos mujeres. A una, la que tenía 14 semanas de embarazo (la interrupción del embarazo no hubiese sido legal) y a otra, a quien la tenían que realizar un legrado ya que se quedó embarazada mientras usaba un dispositivo intrauterino. A todas las demás les habían explicado que el método de interrupción con pastillas era seguro, no era invasivo y podían hacérselo en casa. De todos modos sabían que si algo podría salir mal solamente debían llamar a la  línea de Acceso a la Información Pública del Distrito Federal o acudir al centro de salud más cercano.

Al final del día regresé a casa satisfecha de que el gobierno del DF garantice los derechos de sus ciudadanos. Los años restantes que viví en el Distrito Federal solo pude observar las grandes ventajas de tener una política pública de interrupción legal del embarazo. Por supuesto, esta satisfacción se veía entorpecida cuando observaba cómo en esos otros Méxicos, fuera del DF, se hacían más fuertes los castigos a las mujeres que se practicaban abortos y las leyes eran mucho más “correctivas”.
Narré toda esta breve historia para plantear la necesidad de pensar cómo una política pública de interrupción legal del embarazo no haría otra cosa sino garantizar las vidas de las mujeres. Y todo esto para decir además que no nos callarán. Ayer mismo -11 días después de que en la Asamblea Nacional del Ecuador se quitó la moción para despenalizar el aborto por violación- recibí la llamada de una persona muy cercana a mí. Me había estado buscando toda la mañana y tarde y yo apenas pude responder su llamada en la noche. Esta persona, una joven mujer de 18 años, profundamente convencida de la vida “desde la concepción” me había estado llamando porque una amiga suya quería practicarse un aborto. La joven que necesita interrumpir el embarazo quiere hacerlo porque sus planes de vida son otros y no se siente feliz con tener un hijo antes de los 20. De manera “ilegal” y clandestina había llegado a hablar con una mujer colombiana que le había ofrecido “una alternativa” para abortar en Quito. Esa persona muy cercana a mí sabe que yo soy una defensora de las decisiones de las mujeres sobre sus cuerpos y su salud sexual y reproductiva. Me llamó preocupada por su amiga. Ambas estaban preocupadas no por las sanciones punitivas -del Estado- que podría tener una de ellas o ambas (por ser cómplice) por practicarse un aborto en un país donde no está permitido. Estaban preocupadas por cerciorarse sobre cuáles serían los mejores procedimientos médicos “ilegales” que garantizarán la vida de la joven.
Afortunadamente, en este caso,  la joven tuvo/tiene acceso a información, redes, dinero que le permitirá que la interrupción “ilegal” de su embarazo termine, con altos niveles de probabilidad, en la salvaguarda de su integridad física. Pero hay otras tantas mujeres ecuatorianas ricas, pobres, mestizas, indias, negras, jóvenes, adultas, niñas no dementes, violadas o no violadas que lamentablemente no podrán acceder a la información y al lugar oportuno para clandestinamente interrumpir libremente su embarazo. 

Porque las mujeres seguiremos abortando con leyes que nos criminalicen o nos protejan. Porque las mujeres siempre seguiremos abortando con mecanismos “legales” o “ilegales”. Porque ahora, como hace décadas, nuestra opción seguirá siendo abortar en la clandestinidad. Porque en este país, en Ecuador, las mujeres seguiremos muriendo por practicarnos abortos “ilegales”,  y esas muertes seguirán sin ser parte las estadísticas del Estado. Pero a pesar de todo nunca nos callarán, ¡no nos callarán!

domingo, 12 de mayo de 2013

¡Madre que me dio la vida!



¡Madre que me dio la vida!

Sofía Argüello Pazmiño

El viernes 10 de mayo se celebró en México el día de las madres. Mi hija Renata estuvo preparándose “en secreto” casi dos semanas antes. El 9 de mayo empezaron sus felicitaciones e innumerables abrazos y besos. Le pregunté por qué habríamos de celebrar el día de las madres y me dijo, muy orgullosa y convencida: “porque tú me diste la vida”. Repliqué y le pregunté si no creía que su papá también “le dio la vida” y que si no creía que la vida era mucho más que solo nacer. Se quedó pensando y musitando me respondió muy segura, y al furor de la celebración, que ella había nacido de mí!  Al día siguiente recibí sus cartas, sus poemas y una flor de origami que había hecho en su taller de la escuela desde hace casi dos meses.  Le agradecí a montones, le dije que estaban muy lindos sus regalos, la llené de besos y hasta la llevé a comer la hamburguesa que tanto quería en contra de mi decisión de no salir de casa para no encontrarme con el caótico tránsito que se arma en el DF por la celebración de tan “importantísima” fecha. Mientras comíamos le dije a Renata que en Ecuador se celebra el día de las madres el segundo domingo de mayo, y que esta vez le tocaría celebrarme también el domingo. Ella se negó aduciendo que “estamos en México” y que aquí se celebra el día de las madres el 10 de mayo. Yo le respondí que yo soy una madre ecuatoriana y que debo celebrar “mi día” el segundo domingo de mayo. Empezamos un interminable “qué sí, qué no!” tratando de probar quién de las dos tenía la razón. Renata me decía que aunque en Ecuador se celebre el día de las madres el segundo domingo de mayo nosotras no vivimos en Ecuador, y nos teníamos que acoplar a las costumbres de los mexicanos. Yo le decía que no me importaban tanto las costumbres de los mexicanos (argucia argumentativa, no es verdad!) porque Ecuador fue el país que “me dio la vida” y yo celebraría como se celebra en mi país! Renata me quedo viendo muy mal. Me dijo que a pesar de que ella había nacido en Ecuador quiere mucho a México y que no le parecía que mi argumento haya sido correcto, ya que no tenía nada que ver en cuál país haya nacido alguien para celebrar o no alguna fecha importante o para sentirse feliz por ser quien uno es! Entonces le objeté a que me diga por qué cuando le pregunté si no creía que su papá también le dio la vida, y no solo yo, ella me dijo que yo le di la vida porque nació de mí. Le dije que su vida es mucho más que haber nacido de mí, o haber nacido en un país, y que sus nueve años han sido llenos del amor, no solo mío, sino también de su papá, de sus abuelas, tías/os, primos/as, amigos/as. Le dije que su vida ha sido el pasar de muchas aventuras extraordinarias en dos países: los viajes que ha realizado, las comida que ha saboreado, las escuelas a las que ha ido, las canciones que ha aprendido, las/os amigos que ha conocido, los juegos que ha jugado, los instantes con sus mascotas e incluso la tristeza que ha sentido en varios momentos. Se quedó pensando, interpelada, no tuvo mucho qué decir. Solo sonrió y me dijo: “tienes razón, mami”. Cortamos la conversación y seguimos comiendo la hamburguesa mientras nos dábamos besos y abrazos.


martes, 7 de mayo de 2013

El derecho de nacer en el metro….



El derecho de nacer en el metro….

Sofía Argüello Pazmiño

La semana pasada dos niños nacieron en los andenes de la ciudad subterránea del Distrito Federal: el metro. Recuerdo haber visto las noticias del nacimiento del primer niño cuyo alumbramiento fue en la estación de metro Pantitlán y un par de días después ver replicada la noticia sobre el nacimiento de otro niño en  la estación de metro Hidalgo. Aunque no seguí con detenimiento las noticias recuerdo haber divagado, primero, con la idea de que dos niños hayan nacido en dos estaciones de metro en donde día a día pasan miles de personas. Pensé inmediatamente en las condiciones higiénicas de haber llegado al mundo en el espacio under de la ciudad, en donde diariamente se entrelazan miles de historias sobre la movilidad urbana, el trabajo informal, el acoso sexual, el amor, los olores de la urbe, la moda, etc. En segundo lugar, cuando ojeé las noticias uno de los temas recurrentes con los que me topé fue con la novedad de que el Jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, había ofrecido el uso vitalicio del metro, sin costo, al primer recién nacido. No pude más que recordar el inicio de una de las películas de Almodóvar, Carne Trémula, en la que una mujer, Isabel (papel interpretado Penélope Cruz), da a luz a su hijo en un autobús de servicio público. A Víctor, el niño de la película, al igual que al recién nacido en el metro Pantitlán, le regalaron el uso de por vida del servicio de transporte público. Finalmente, esta última asociación caricaturesca venía acompañada por mi inquietud por saber qué había llevado a dos mujeres a dar a luz en medio del mundo subterráneo de una gran ciudad. Una visión estigmatizante frente a esta última situación podría resumirse con el diálogo de la escena de Carne Trémula en la que Isabel es llevada por “Centro”, la dueña de la pensión donde vive, al hospital para dar a luz (alumbramiento que finalmente tuvo lugar en un autobús): 

Centro: Mira que ponerte de parto esta noche!!! Esto se avisa, eh!
Isabel: Yo que voy a saber, Centro!
Centro: Pues si no lo sabes tú…!!!???
Isabel: Si no sé contar…
Centro: ¡Ay la incultura qué mala es!

En los casos de los nacimientos en las estaciones de metro me imagino a mucha gente preguntándose cómo dos mujeres no pudieron haberse preparado para dar a luz en un hospital: “¿Cómo puede ser posible que, como Isabel, las mujeres no hayan sabido cuándo debían dar a luz?” “¿Cómo puede ser posible que no se hayan preparado para el alumbramiento?” Y me imagino a esas mismas personas repitiéndose a ellas mismas, al propio estilo de Centro: “¡Ay la incultura qué mala es!”, “¡Si han de ser mujeres sin educación que no saben nada sobre el embarazo!”, “Si hasta los animalitos saben, antes de parir, donde hacer sus nidos”, “Pobres mujeres ignorantes”. Por supuesto, todas estas preguntas son especulaciones mías para satirizar el escenario de los nacimientos de los niños del metro. Y satirizarlo con el afán de ridiculizarnos a nosotras mismas, las que no damos/daremos a luz en una estación de metro, y a cuyos hijos no regalarán pases vitalicios para viajar en el metro por haber nacido allí mismo. Pero además, para preguntarnos y reflexionar sobre qué hay más allá entre este cuento de ficción de la película de Almodóvar y la realidad de dos mujeres que parieron dos niños en Pantlitán e Hidalgo.
Esta misma tarde, una amiga compartió en su muro de facebook un artículo titulado “La miseria que no se contó en un parto mediático”. Ese artículo recoge la breve historia de María, la madre del niño que nació en la estación de metro Pantitlán. María tiene 22 años. Este último alumbramiento es su tercer parto. Tiene un hijo de cuatro años y otro de diez meses. Hace ocho meses se separó de su pareja. Vive con sus hijos y su madre Sabina. Ambas venden juguetes en el mercado en jornadas de trabajo de 8 horas diarias que les deja un total de 3.600 pesos mensuales (casi 300 dólares). María quería llegar al Hospital de la Mujer para dar a luz. A este hospital pueden llegar mujeres que no tiene seguridad social. Para llegar allí María debió tomar un bus que la llevase a una estación de metro cercana (un viaje de 45 minutos) y luego recorrer 50 kilómetros en el servicio subterráneo: 26 estaciones con dos cambios de línea. Pero la naturaleza no le permitió llegar y terminó dando a luz en la estación Pantitlán. Ahora su hijo está  en el Hospital Pediátrico de Coyoacán luchando contra fuertes infecciones fruto de haber nacido en una estación por la que pasan alrededor de 400.000 personas diariamente.
¡Ay la incultura qué mala es! Qué mala es la “incultura” de los Estados que no brindan a sus ciudadanos sus derechos básicos, y que demuestra que no todos son ciudadanos de “primer nivel”. María no tiene derechos, y forma parte de las estadísticas de pobreza, desigualdad, morbilidad, precariedad laboral, acceso a seguridad social, etc., etc., etc., de México. Y como las desigualdades se reproducen, su hijo tampoco será sujeto de derechos y solo tendrá un derecho efímero, un derecho ridículo, un derecho de película. El derecho de haber nacido en el mundo under de la ciudad: el derecho a no pagar nunca un boleto de metro….



lunes, 22 de abril de 2013

Las vidas que importan, los muertos que importan



Las vidas que importan, los muertos que importan

Sofía Argüello Pazmiño

Hace 12 años tuve la suerte de conocer a Judith Butler, filósofa conocida por sus aportes (post)feministas y por sus textos “El género en disputa” y “Cuerpos que importan” (entre otros). La suerte, azarosa como suele llegar, vino a mí una tarde de invierno cuando caminaba junto a Edison -mi pareja- por las calles de Manhattan. En nuestra obsesión por ir a bibliotecas, librerías y universidades, y después de haber caminado una y otra vez por la 42,  llegamos por casualidad a CUNY (The City University of New York). Entramos y poquísimos minutos después el ojo clínico de mi acompañante se encontró con un pequeño cartel pegado sobre una pared de la universidad. El pequeño cartel anunciaba “The Judith Butler Lecture” el 5 de diciembre a las 18h00. Nos despabilamos rápidamente y nos dimos cuenta que no solo era 5 de diciembre sino que faltaban tan solo 20 minutos para las 6 de la tarde. Seguimos las indicaciones y buscamos el auditorio donde Butler se presentaría. Como en todo evento académico había una mesa de registro, volantes con información de la “Lecture”, una mesa con libros de la autora, etc. Y como era de esperarse, para una conferencia magistral de ese tipo, había cientos, cientos de personas esperando entrar. Como la suerte siempre llega en todo su esplendor -sino no sería suerte- encontramos un par de asientos en la segunda fila del auditorio (o sea cerquitita de Butler). Mucha gente se quedó fuera.
En fin, no quiero que crean que estoy tratando de “presumir” sobre  la suerte que tuve de conocer a Butler. Quiero tratar de especular brevemente, a través de sus reflexiones, sobre los últimos acontecimientos ocurridos en Boston (de los que hemos sido bombardeados mediáticamente estos días) y sobre de los actos de violencia y de las vidas/muertes de las que no se hablan.
No lo señalé antes, pero aquella tarde/noche de invierno cuando conocí a Butler, era una tarde de diciembre en la que corría el año 2001. Aún se podía percibir en Manhattan un extraño olor a quemado, aún se podían ver las ruinas del World Trade Center y aún se podían observar los llantos a los muertos del “atentado” del 11 de septiembre y los interminables “altares” que se edificaban en la “zona cero” con fotos, velas, flores. En ese contexto, la conferencia de Butler era un llamado a pensar. La llamó “Violencia, luto y política”. En ella se preguntaba “¿quién cuenta como humano?”, “¿las vidas de quién cuentan como vidas?” y “¿qué hace que una vida sea digna de llorarse?”[1].  Las preguntas podían haber sido “crudas” para la situación específica que vivía Estados Unidos y Nueva York. Pero ella las lanzó serena pero a la vez tajante, provocadora, crítica, de manera inteligente y lúcida. ¿Por qué las vidas de los muertos del WTC, se preguntaba Butler, sí contaban como vidas y eran dignas de llorarse? ¿Por qué no otras?  Desde allí Butler ha seguido desarrollando esta reflexión, la misma que está estrechamente articulada con las preguntas de su libro “Cuerpos que importan” y el desarrollo de sus debates con los feminismos. ¿Qué hace que unos cuerpos importen más que otros? ¿Por qué unos cuerpos importan más que otros? ¿Qué cuerpos importan?
Por supuesto, no hay una línea divisoria entre qué cuerpos importan y qué vidas importan, porque el cuerpo es la materialidad de la vida. En este contexto, me ha resultado incómodo el seguimiento mediático sobre las bombas activadas “supuestamente” por dos hermanos chechenos, uno de ellos asesinado por ser un presunto “sospechoso” y cuya vida no importa, no es llorada, no tiene valor. El otro joven, que se encuentra detenido y gravemente herido, esperará que se le aplique la pena de muerte. Anoto este ejemplo porque lo hemos seguido en los últimos días, pero lo que es importante subrayar es que todos los días hay vidas que importan más que otras.
Hace más de una semana, por poner otro ejemplo, un famoso caricaturista ecuatoriano realizó una caricatura, publicada en facebook, sobre el posible debate legislativo para sancionar el “feminicidio” en Ecuador. En la caricatura se preguntaba por qué sancionar el feminicidio si todos somos seres humanos y cualquier tipo de asesinato es una muerte y una pérdida. Mi primera acción se concentró en las ganas de responderle lo siguiente: “Si cualquier tipo de asesinato es una pérdida, porque todos somos seres humanos, por qué aún se sigue tipificado el delito en las legislaciones como homicidio y no como feminicidio?” Pregunta estúpida y visceral. Pero estoy segura que si hacemos un poco de historiografía tal vez sí encontremos que la tipificación de los homicidios daba más valor a la vida de los hombres que a las de las mujeres. Por supuesto no le respondí. En todo caso me quedé pensando por qué hay contextos y momentos históricos, que “extrañamente” han estado sostenidos en el tiempo, en los que las vidas/muertes de muchas mujeres no cuentan como vidas/muertes y no son dignas de llorarse. Si se requieren leyes que sancionen los feminicidios es precisamente porque durante siglos las vidas y las muertes de las mujeres asesinadas no tuvieron valor, no fueron sancionadas por el hecho de ser  nuda vida, siguiendo a Agamben, o porque las regulaciones del  biopoder, siguiendo a Foucault, no han permitido sacar a luz la múltiples formas de violencia que vivimos las mujeres cotidianamente. Los feminicidios dejan entrever tipos específicos de asesinatos ejecutados por el simple hecho de que la víctima es una mujer. Por otro lado, si se requieren leyes que garanticen las vidas de las mujeres en la práctica del aborto es porque las vidas de las mujeres no han importado. Siempre se ha sobrevalorado y otorgado “vitalidad” al embrión por sobre las vidas caminadas de las mujeres, y las muertes de las mujeres por abortos no seguros no han importado. Esas vidas no han sido dignas de ser vidas y no han sido dignas de llorarse.
Ejemplos sobran.
Sin embargo, lo que quisiera dejar anotado para la reflexión, es que cada vez que nos dejemos “llevar por la pena” de saber muerto a alguien cuya vida sí parece importar, pensemos en las vidas que no se lloran y en los seres humanos que, al parecer, no cuentan como humanos.
Mi hija Renata siempre dice que los seres humanos somos polvo de estrellas. Pero para los seres humanos, desafortunadamente, no es lo mismo ser una estrella, una estrellita, una ESTRELLA o un/a desafortunado/a estrellado/a en medio de un mundo que jerarquiza la vida y la muerte, que regula qué vidas importan y qué muertes importan…



[1] Si quieren leer  la conferencia chequen la Revista Iconos No. 17, septiembre de 2013, Flacso-Ecuador. Edison le pidió el borrador de su conferencia a Butler después de su presentación, posteriormente la tradujo y la publicó en la Revista Iconos en la cual fue editor.